Chef Sebastien Fouillade

Dicen que el hogar es aquél sitio donde uno puede ser quien es, sin disimular nada. No es necesariamente donde naciste, ni donde te fuiste a vivir. Es ese lugar que de pronto cobra sentido personal. Aquél con el que te topás sin saberlo o sin imaginarlo, pero que te despierta mariposas inexplicables. Sébastien recorrió un mundo para encontrar el suyo en Azcuénaga, Provincia de Buenos Aires.

Nació a 100 kilómetros de Bordeaux, en una localidad que se llama Saint-Georges de Longuepierre, donde su padre tenía una explotación agrícola, un campo de 50 hectáreas con unas 70 vacas. “Ese pueblo -cuenta- es muy parecido al lugar en el que ahora puse mi restaurante en Argentina”.

La escuela fue un tema. No le gustaba. Quería estar siempre con su padre arriba del tractor. “Eso sí que era lindo”, rememora.  También era un niño muy apegado a su abuela. Ella tenía una huerta y pollos. Se dedicaba a las tareas de campo con pasión. En tanto, a Sébastien le gustaba jugar, «me encantaba el fútbol”, relata. En otro pueblo había un club, así que dos o tres veces se iba allí pelota bajo el brazo.

Cuando cumplió 10 años, sus padres se separaron y junto a su madre y su hermana se fueron a vivir a Bordeaux. Allí estudió y se inició en la gastronomía. En el tiempo en que vivió en el campo solían ser 10 ó 12 para comer a diario. Al mediodía y a la noche se completaba una mesa grande. “Mi abuela cocinaba mucho, lo mismo que mi madre”, afirma. Así nació su vínculo con la cocina: a veces ayudar, a veces curiosear, pero sobre todo le encantaba la huerta. «Hacer la cosecha siempre me gustó”, explica.

Su paladar infantil se acostumbró a los productos de campo: conejo, pollo, corderos. “Como en muchos pueblos de Francia, por el mío pasaban camiones, algunos con fiambres, otros con pan, algunos con carne, y vendían al mostrador del camión. No teníamos que ir muy seguido a comprar porque el proveedor que nos abastecía en el pueblo mismo. Además, con la huerta y los animales nos fuimos criando”.

Un cambio de color

Cuando Sébastien se fue a vivir en Bordeaux, terminó el colegio y la secundaria. Fue cuando empezó a hacerse de un amigo cuyo papá tenía un hotel pequeño con un restaurante. “Iba seguido a su casa y pasábamos por la cocina -explica-. El tenía el deseo de seguir los pasos de su padre, y empezó a estudiar gastronomía. Por esa época yo estaba un poco perdido y no sabía en qué enfocarme, así que seguí el liceo de gastronomía donde tenía, además de cocina, hotelería. Esa fue la llegada de las ollas a mi vida».

Tuvo la suerte de empezar en Francia, en buenos restaurantes, en cocinas grandes, con muchas reglas y una gastronomía importante. Hizo su primera temporada cerca de Bordeaux, en Dordogne, donde el foie gras es la estrella, «se vende mucho y la gente se acerca para probarlo o comprarlo -indica-. Empecé a trabajar en un restaurante llamado Le Pont de Louis, que tenía una estrella Michelin, trabajé 4 meses, todo el tiempo en que el lugar abría en verano. Luego pasaba 2 ó 3 meses en Tailandia haciendo una temporada allí”. Aunque le fue bastante bien recuerda que en Francia la disciplina es muy complicada, y para él fue terrible al principio. De allí saltó a un restaurante en Niza. Un tiempo después, un propietario de un hotel de Punta del Este lo tentó para cruzar el Atlántico y dirigir un equipo de cocina por dos meses o tres meses durante la temporada del ´93. “Terminé haciendo más de 10 temporadas en el mismo sitio”, cuenta.

Casi naturalmente, luego de su segunda o tercera estación en Uruguay, la idea de apostar en América apenas por un par de meses no le alcanzaba, así que empezó a aprovechar los contactos argentinos que hacía en Punta del Este y poco a poco se fue instalando en Buenos Aires. “El campo para mi siempre es un cable a tierra -sostiene-. Estar allí es una felicidad y una fuente de recuerdos». Su llegada a Azcuénaga fue casual. Su suegra, Alicia, tiene una chacra allí cerca a la que visitaba seguido. Sébastien fue haciendo allí la huerta de a poco, comenzó hace unos 20 años. Sumó gallinas, y le fue dando vida a la chacra. “Me encantó -se entusiasma-. Iba seguido a Azcuénaga, a Areco, visitaba distintos campos y pueblos de la zona. Encontré allí un terruño que me rememoraba mi infancia, me volvía a vincular con mi abuela”. Si esa magia no era suficiente, Sébastien se topó extrañamente con el topinambur, un tubérculo comestible similar al jengibre que cultivaban en la huerta de Saint-Georges de Longuepierre y poco común por aquí. “Es un producto noble y sencillo -añade-, plantarlo en la chacra argentina fue como recuperar mi infancia”.

En tanto, una vieja fonda de Azcuénaga había sufrido un derrumbe lo que la ponía en riesgo de desaparecer. El arquitecto José Yanes se encaprichó con recuperarla para darle una nueva vida gastronómica. Allí se sumó Ramiro Pogor, el socio financiero, y entre los tres dieron vida a Le Four, el restaurante suceso de la localidad donde nada está librado al azar. En su mesa no podés evitar tentarte con alguno de los dos platos a base de pato: el magret o el confit. También Sébastien se anima al pacú de criadero de río que hace en el horno de barro. La bondiola de jabalí confitada se cocina por cuatro horas y en su carta brilla la muy francesa sopa de cebolla gratinada. “Un restaurante es como una familia”, sentencia, mientras troza el topinambur que su abuela Marcel solía cosechar en su pueblo natal para hacer chips que servirá en las mesas, tan grandes como las del campo de su niñez.

Por Flavia Tomaello