Mandarin Oriental

Las Condes, antaño extensión tranquila de Santiago, se transformó con el tiempo en epicentro del desarrollo más distinguido de la capital chilena. Fue en este territorio donde la ciudad encontró su proyección hacia la modernidad, un lugar en el que avenidas arboladas y edificios corporativos de vidrio convivieron con la presencia imponente de la cordillera. 

La zona, inicialmente concebida como residencial, experimentó en las últimas décadas una metamorfosis que la convirtió en un polo de negocios, cultura y lujo. La sofisticación que hoy define a Las Condes no surgió de la noche a la mañana, sino de un proceso en el que la arquitectura fue protagonista: cada nuevo edificio trazó la silueta de una urbe que aspiraba a dialogar con el mundo sin perder la majestuosidad de su entorno natural.

En ese contexto emergió un edificio que cambiaría para siempre la relación de Santiago con la hospitalidad de alto nivel. Una estructura cilíndrica, mitad concreto y mitad cristal, irrumpió en Vitacura cuando el sector todavía estaba lejos de la densidad urbana actual. Fue concebido con la ambición de convertirse en ícono, en un hito arquitectónico que invitará tanto a locales como a viajeros a contemplar el paisaje desde otra perspectiva. Sus ascensores panorámicos ofrecían una escena inédita: el viajero podía elevarse hacia el cielo mientras la ciudad se desplegaba bajo sus pies y, al fondo, la cordillera se imponía con silenciosa magnificencia.

El edificio pronto adquirió una identidad propia. Sus líneas curvadas y su lobby vertical se convirtieron en escenario de encuentros, celebraciones y momentos que marcaron la memoria de generaciones. Más que un hotel, fue un faro urbano, símbolo de un Santiago que se atrevía a mirar más allá de sus límites tradicionales. Ese legado, sin embargo, no quedó inmóvil. El tiempo exigía una nueva mirada, capaz de dialogar con la herencia pero también de proyectarla hacia un futuro donde el lujo se entiende como experiencia integral.

La llegada de Mandarin Oriental supuso esa reinvención. No se trató simplemente de una renovación estética ni de una actualización de servicios. Fue la integración de un sello global con la identidad local, el encuentro entre la tradición asiática del refinamiento y la esencia chilena de hospitalidad y paisaje. Así, el abanico -símbolo inconfundible de la cadena- desplegó su presencia en América Latina por primera vez desde Santiago, eligiendo este edificio emblemático como lienzo para su visión.

Hoy, Mandarin Oriental Santiago encarna el espíritu de Las Condes: cosmopolita y a la vez enraizado, moderno sin olvidar lo esencial, sofisticado con un lenguaje de serenidad. Su historia se confunde con la de la ciudad misma, y en ese cruce radica su fuerza: es un hotel que se erige en un punto privilegiado y que se convierte en reflejo de la transformación de toda una capital.

Una herencia arquitectónica transformada en faro contemporáneo

El edificio que hoy alberga al Mandarin Oriental Santiago nació con la voluntad de ser diferente. Desde su inauguración en los años noventa, cuando Vitacura y Las Condes comenzaban a consolidarse como territorios de expansión urbana y económica, su silueta cilíndrica llamó la atención por desafiar la homogeneidad de la arquitectura de la época. Aquel diseño, con un corazón de vidrio que ascendía en vertical y dos ascensores panorámicos recorriendo su columna vertebral, ofrecía una nueva forma de mirar la ciudad: desde dentro hacia afuera, enmarcando la cordillera como telón de fondo. Era una propuesta audaz, que convirtió al hotel en ícono de modernidad y en una suerte de portal a un Santiago en plena transformación.

La fachada, balance entre cemento y cristal, transmitía la fuerza de un hito urbano que no se conformaba con ser hospedaje. Su lobby, con veinte pisos de altura, funcionaba como catedral contemporánea de la hospitalidad. Allí, los visitantes encontraban un espacio de bienvenida y una representación tangible de las aspiraciones de una capital que buscaba proyectarse en la escena global. El edificio se convirtió en punto de encuentro, en espacio de referencia, en escenario fotográfico que anticipaba la cultura de la imagen que hoy domina.

Con el paso de los años, el inmueble mantuvo su carácter emblemático, pero el mundo de la hotelería cambió a un ritmo vertiginoso. El lujo ya no se definía únicamente por la imponencia de los espacios, sino por la sutileza de las experiencias. Fue entonces cuando Mandarin Oriental reconoció en este edificio una oportunidad única: una obra arquitectónica con historia y carácter, lista para ser reinterpretada bajo el prisma de una marca que entiende el lujo como arte.

La transición fue un proceso meticuloso. Respetar la herencia significó conservar la fuerza de su estructura, la verticalidad de su lobby y la personalidad de su silueta. Al mismo tiempo, era necesario insuflar nuevos significados. La intervención arquitectónica introdujo un concepto inspirador: el “cielo paramétrico” que domina el lobby, un entramado que recuerda un panal de abejas y que envuelve el espacio con transparencia y movimiento. Este gesto actualizó la estética del edificio y lo conectó con la filosofía de la cadena: crear entornos donde la arquitectura dialoga con la naturaleza, la luz y el bienestar de los huéspedes.

El interior se reinventó con un lenguaje de curvas, luz y materiales que evocan serenidad. Las telas diseñadas por Maite Izquierdo en el lobby, moviéndose al compás del tránsito de los ascensores, introdujeron una dimensión coreográfica en el espacio, donde el diseño se convierte en experiencia sensorial. El edificio dejó de ser únicamente imponente para convertirse en cálido, acogedor, profundamente humano.

En este cruce entre continuidad y renovación radica la esencia del Mandarin Oriental Santiago. La marca supo leer el valor patrimonial del inmueble y lo proyectó hacia el siglo XXI con sutileza. Lo que en su origen fue un símbolo de modernidad se transformó, bajo su cuidado, en un faro contemporáneo de elegancia. La herencia arquitectónica no fue borrada ni reemplazada: fue tomada como base, como cimiento para desplegar un nuevo concepto de hospitalidad que honra tanto al pasado como al futuro de la ciudad.

Un refugio de estilo donde la piscina se convierte en oasis

El Mandarin Oriental Santiago no se limita a ser un hotel de lujo: es un espacio concebido para transmitir calma en medio de la vitalidad urbana. Desde la llegada, los interiores envuelven con un lenguaje de líneas curvas y tonos serenos, pensados para suavizar el ritmo acelerado de la ciudad. La filosofía de la cadena se expresa en cada detalle, integrando elementos locales con la sobriedad y el refinamiento de la tradición asiática. El resultado es un estilo que equilibra sofisticación cosmopolita y sentido de pertenencia chileno.

Los materiales seleccionados -maderas cálidas, piedras con texturas orgánicas, textiles que recuerdan la artesanía local- contribuyen a que los espacios luzcan y que se sientan habitables, íntimos. La luz natural juega un rol protagónico: atraviesa las superficies de vidrio y se multiplica en reflejos suaves que refuerzan la atmósfera de tranquilidad. No se trata de ostentación, sino de un lujo sereno, casi meditativo, que invita a experimentar el espacio más que a contemplarlo desde afuera.

En este universo de diseño, la piscina emerge como el corazón inesperado del hotel. Rodeada de jardines cuidadosamente diseñados, aparece como un oasis urbano en el que el agua refleja tanto el cielo como la silueta de la cordillera. Es el único hotel de la ciudad que ofrece un jardín de semejante magnitud dentro de sus instalaciones, lo que le otorga un carácter único. Los huéspedes encuentran allí un refugio al aire libre que contrasta con el dinamismo de Las Condes. La piscina se convierte en escenario de pausas prolongadas, de lecturas bajo la sombra, de momentos en los que el tiempo parece desacelerar.

El diseño del área fue concebido con un doble propósito. Por un lado, ofrecer un espacio que conserve la privacidad y la calma de un retiro. Por otro, mantener la conexión visual con la grandeza natural que rodea a Santiago. Las cabañas y terrazas que se despliegan alrededor de la piscina permiten disfrutar de experiencias que van desde un almuerzo al aire libre hasta un atardecer acompañado de música suave y un cóctel perfectamente ejecutado. Todo pensado para que la experiencia sea tanto sensorial como estética.

Las prestaciones del hotel amplifican esta noción de oasis. El spa, con tratamientos que combinan técnicas ancestrales orientales y recursos naturales locales, prolonga la experiencia de serenidad que emana del agua. Las habitaciones y suites, con sus balcones y ventanales, refuerzan la sensación de estar en un mirador privilegiado hacia los Andes, integrando la naturaleza como parte inseparable de la experiencia. El fitness center, equipado con tecnología de última generación, completa la propuesta de bienestar.

En conjunto, estilo y prestaciones crean un universo coherente donde cada detalle tiene propósito. El hotel no se presenta como un simple sitio de lujo, sino como un espacio donde la estética, el confort y la calma confluyen. La piscina, con su capacidad de suspender el tiempo y convertir la rutina en un ritual de disfrute, simboliza mejor que ningún otro rincón esta visión: un verdadero oasis en el corazón de la capital chilena.

Un viaje gastronómico que celebra la diversidad de sabores

La propuesta culinaria se despliega como una sinfonía de experiencias, cada restaurante con un carácter distinto pero unidos por una misma filosofía: elevar la gastronomía a un acto de descubrimiento. Aquí se entiende que el lujo no se reduce a los espacios o a las habitaciones, sino que se expresa también en la mesa, en la posibilidad de recorrer culturas y territorios sin salir del edificio.

En el corazón de la oferta se encuentra Senso, que rinde homenaje a la cocina italiana con una visión contemporánea. El espacio combina sofisticación y calidez, con un diseño que permite disfrutar tanto de un almuerzo de negocios como de una cena íntima. Su carta incluye pastas artesanales, risotti y carnes que dialogan con una selecta propuesta de vinos chilenos e internacionales. El ambiente se completa con un servicio atento y elegante, que transforma cada visita en una experiencia memorable.

La exploración de sabores continúa en Matsuri, dedicado a la cocina japonesa. Aquí el minimalismo se une a la precisión, ofreciendo sushi y platos que respetan la pureza de los ingredientes. La estética del espacio refuerza la filosofía nipona: mesas cuidadosamente dispuestas, un ambiente sereno y la posibilidad de observar la preparación como parte del ritual gastronómico. Matsuri se ha convertido en un punto de encuentro para quienes buscan autenticidad y perfección en cada bocado.

La oferta se diversifica aún más en El Origen Bar, donde la coctelería cobra protagonismo. No se trata solo de cócteles clásicos ejecutados con maestría, sino también de creaciones que integran ingredientes locales y técnicas innovadoras. El bar, con su atmósfera vibrante y cosmopolita, se convierte en espacio de transición: puede ser un inicio perfecto antes de la cena o un cierre relajado después de una jornada intensa. La música, la luz y el diseño del lugar acompañan un ambiente que invita a la conversación y a la pausa.

Los fines de semana, el hotel ofrece brunchs que hacen uso de su jardín como escenario. Allí, los huéspedes disfrutan de estaciones en vivo y propuestas que combinan tradición chilena con la visión global de la marca. Estos encuentros se han transformado en momentos sociales donde la gastronomía se mezcla con el aire libre, ampliando la experiencia del hotel más allá de los muros.

Cada restaurante y bar se integra de manera armónica con el estilo del hotel, en un equilibrio entre cosmopolitismo y autenticidad local. Ninguna de las propuestas busca imponer ostentación; más bien transmiten un lujo sereno, basado en el detalle, la calidad y la capacidad de sorprender. En conjunto, conforman una experiencia culinaria que alimenta e inspira: un recorrido sensorial por el mundo con raíces firmes en Chile, diseñado para seducir a viajeros internacionales y a los propios santiaguinos que encuentran allí un lugar para redescubrir su ciudad.

Flavia Tomaello