El Bellini es parte de la leyenda. En el mismo lugar donde se creó cuesta hoy 16,50 euros. Pero no se paga sólo la bebida, se compra una historia. Guiseppe había nacido en Verona a comienzos del siglo XX. Su familia se mudó a Alemania a poco de su nacimiento, pero en su juventud, en ocasión de la Primera Guerra Mundial, fue convocado a volver a casa. Terminado el conflicto se empleó como camarero en diferentes sitios hasta que llegó al Europa Hotel en Venecia. Parte de su trabajo era dar acogida a los clientes en la barra. Allí conoció a Harry Pickering, un casi adolescente que había llegado a la Sereníssima acompañado por su tía millonaria. El joven era un buen cliente: agrandaba su fiado noche a noche. Una mañana, la pariente había partido y había dejado atrás al heredero sin una lira encima. Algo desesperado, sin poder pagar lo que debía, relató a Cipriani su infortunio. Este le propuso prestarle 500 dólares para que pudiera regresar a su patria. Corría 1927.
Pasados los primeros 12 meses Giuseppe dio por perdido el dinero. Siguió al frente de la barra con la fuerte mística laboral que le habían inculcado en casa. Tres años más tarde, Pickering reapareció. Puso 1.500 dólares sobre la barra para enmendar su deuda y aportar intereses, e instó a Cipriani: «úsalo para abrir tu bar y llamalo Harry».
La regla de la fe
Así como confió en ese veinteañero en bancarrota cuando se dio el préstamo, volvió a depositar en él su credulidad. Dinero en mano adquirió un pequeño sitio es una esquina frente al Gran Canal, en la calle Vallaresso, a pasos de San Marco. Allí en 1931 inauguró el «Harry’s bar», el sitio que, con el tiempo, se convertiría en la barra más famosa de la ciudad. Fue base de operaciones para los grandes cerebros del mundo que llegaban al Véneto para codearse con sus pares y encontrar inspiración.
Acodado en la barra dio vida al mítico Bellini en 1948 y al carpaccio dos años más tarde. Sus pequeños descansos eran tomados en la puerta de su bar. Mirando el horizonte cercano: la otra riviera, la Giudecca. La isla que se extiende justo frente a San Marco. Una idea empezó a rondarle: sus extravagantes clientes podrían sentirse cómodos viviendo Venecia sin estar inmersos en la locura turística.
Su primera experiencia hotelera se dio en una muy poco conocida isla del archipiélago: Torcello. Allí, en un pequeño terreno que había comprado, inauguró Locanda Cipriani. Un modesto sitio de seis habitaciones con restaurante. Ese emprendimiento, ahora ajeno a la familia, aún funciona.
Torcello fue el testeo, pero su lejanía no era tentadora para la aventura. Una parcela abandonada en esa riviera tan mirada desde su bar fue el destino elegido para que en 1956 empezara la construcción del hoy Belmond Hotel Cipriani. La buena fortuna estaba de su lado. Las tres hermanas herederas de la fortuna Guinness se asociaron a su idea. Dos años más tarde la hazaña estaba hecha: el hotel era realidad, con un taxi acuático propio que lleva y trae desde entonces, con una frecuencia de cada 15 minutos, a los huéspedes de un lado al otro de la orilla. La alcurnia más importante del mundo empezó a darse cita en ese reducto exclusivo.
Protagonista del «hacer que suceda»
La laguna se ve de casi todas sus habitaciones. Muchas de ellas tienen balcón privado. Todas sus arañas son de cristal de Murano y sus textiles de Fortuny. Tiene un jardín secreto, uno de los pocos que se conservan hacia la laguna en la zona. Allí la huerta que plantaron los monjes aún da de comer a los huéspedes. Bonifacio Brass, nieto de Giuseppe, destaca: «puso su corazón y su alma en hacer un lugar que fuera verdaderamente lujoso. Fue meticuloso con los detalles».
Nunca se detuvo. No dejó de tentar a la intuición que siempre estuvo de su lado. Al momento de adquirir el St. Mark’s Palazzo Vendramin del siglo XV, más que duplicó su capacidad que, aún así, casi siempre está colmada. Allí apareció el nuevo desafío: los veranos calurosos animan a una zambullida. Una confusión entre las hermanas Guinness y el propio Cipriani devino en un regalo: la única pileta olímpica de Venecia. Es que ellas aportaron inversión para una de 25 por 50 pies, pero él entendió que el cálculo era en metros.
Para 1976 el aún inquieto veronés decidió retirarse y legó el proyecto a la colección Belmond. Aún así el espíritu parece guarecerse allí. Se mantienen costumbres impuestas por su fundador: conserva la idea de alojar en un santuario de calma al fragor barroco que Venecia le ofrece a los sentidos.
Una fábula contemporánea con aire a puesta de sol sobre Venecia, acodado en la terraza, suspirando frente al puente.
Por Macarena Neptune